EL TACTO INFINITO

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EL TACTO INFINITO

NOS BUSCAN A NOSOTROS

El tacto infinito. Cuánto empeño ponemos en describir los diferentes olores o sabores que nos visitan a diario. Qué variedad de sonidos somos capaces de distinguir en una sencilla canción y qué multitud de colores adornan el amanecer que se filtra por la ventana. Pero, ¿quién encuentra en el tacto, cotidiano, todos esos matices que habitan en el resto de sentidos? Parece que a la piel sólo le importa tocar o ser tocada, y, tal vez, una cierta delicadeza, o brusquedad, en el gesto. Sin más.

Así es que uno llega al shiatsu, con esa primitiva idea del tacto, y descubre los  infinitos matices que parecían únicamente reservados al oído, al olfato, a la vista o al gusto.

 

Más allá del efecto terapéutico (o quizá, quien sabe, este sea el verdadero efecto terapéutico del shiatsu) el cuerpo agradece, de entrada, ese descubrimiento. A cada centímetro de piel, a cada recodo olvidado, le corresponde su dosis de tacto. Una dosis medida, ajustada, precisa, diferente… La dosis oportuna, la que se necesita en ese lugar y en ese instante.

Acostumbrados a otros muchos masajes, inspirados en diferentes técnicas, tendemos a pensar que para que se manifieste este descubrimiento es suficiente una buena disposición, en el receptor, y una adecuada cualificación en el emisor. Pero también aquí el shiatsu introduce un matiz decisivo: la conexión, la confianza.

Si el tacto es capaz de multiplicarse en infinitos matices es, sobre todo, porque las manos de quien nos toca buscan algo más que un simple alivio físico. Nos buscan a nosotros. Buscan a la persona en su laberinto. Buscan lo que se expresa (en forma de dolor o de pérdida) y también lo que no se manifiesta, lo que se esconde, oculto, esperando que alguien lo revele con el simple tacto de una mano abierta.

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